Cuando no entierras a tus muertos,
sus fantasmas te acecharán. Se colgarán de tu espalda y pesarán en tu corazón,
y no te dejarán seguir con tu vida, porque te quieren ver morir con ellos.
No sé si es efecto de la cuarentena,
o el hecho de que, finalmente, mi cerebro está nutrido y mi corazón listo para
enfrentar. Y tampoco estoy segura de que esto sea realmente relevante, o que
realmente no haya procesado el taco antes, cuando las cosas eran recientes y yo
pensaba que el tema estaba zanjado. Vamos, sin irme demasiado más allá, no sé
si realmente esto sea digno de escribirse, si es que yo me estoy ahogando en un
vaso de agua para variar, o si es que vale la pena meter el dedo en la herida
para sacar la pus y que finalmente cicatrice.
En Julio de 2018 salí con un chico.
No me llamaba demasiado la atención en un principio, pero a fuerza de
insistencia y quizás también por necesidad mía de borrarme a mi ex de la piel,
me terminé interesando en él de vuelta. Era diferente de la persona con la que
había estado durante casi 3 años: alto, macizo, corpulento, y la verdad menos
guapo de lo que me hubiera gustado. Pero su seguridad en sí mismo y, por qué
no, los temas en común, me terminaron por convencer de que quizás valía la pena
intentar que me guste.
Y sí me gustó. Lo suficiente como
para esperar cosas de él. Lo cual, viniendo de mí, no es tan raro. De los
hombres siempre he esperado demasiado.
Me gusta echarle la culpa. Me gusta
pensar que él me ilusionó por gusto, y que el hecho de que lo tenga que ver
relativamente seguido no me ayudó a cerrar bien la herida. Me gusta pensar que yo
no hice nada malo, pero ¿qué tan cierto es eso?
¿Y si no es más que un reflejo de mis
carencias? Es decir, ¿acaso no me advirtió que, si bien no era de interesarse
así nomás en alguien, tampoco se sentía emocionalmente preparado para tener una
relación? Y yo caí. Yo confié. Yo decidí arriesgar, y perdí. No obtuve retorno
de mi inversión. Una parte de mí sabía que el chico no buscaba nada serio, y
esa parte de mí quería probar si yo estoy hecha de ese material del que están
hechas muchas personas que pueden tener relaciones fugaces y borrarlas de su
memoria al cabo de unos días. No sé cuántas veces me tengo que dar chascos de
este estilo para convencerme de que yo no funciono así.
Y quizás es mi culpa. No he querido
pensar que él fue un imbécil porque no quiso lo mismo que yo, es lo más fácil.
Pero quizás en el fondo sí lo responsabilicé de mi pesar. Y me sentí humillada,
y con mayor razón lo quise tener, encaprichada. Porque él no me quiso lo suficiente.
De yo no haber sido suficiente para él.
Un momento, esto me suena muy
familiar.
Como a mi relación con mi padre.
Esa persona que no estaba
emocionalmente disponible y que no me quiso como yo deseaba que me quiera. Que
me decía que era su princesita, pero que a la hora de la hora no me lo
demostraba. Y con quien yo estaba molesta porque no me quería, y cuyo desamor
me hacía sentir tan mal conmigo misma que no aguantaba mi humanidad y
necesitaba deshacerme de mi cuerpo, que estaba relacionado físicamente con él, dejando
de comer.
Odio que Max vuelva a tener razón
sobre mí. Odio que mi papá siga teniendo relevancia en mis relaciones. Odio que
me haya marcado de por vida y no pueda ser una persona normal que puede dejar
ir fácilmente.
Quizás este corazón roto ha sido la
razón por la que recaí en la anorexia a finales del 2018. Oh coincidencia.
Quise restregarle en la cara que no me había afectado que yo estaba muy bien y
que lo había superado, pero una parte enfermiza de mí quería que me viera
enclenque, desvalida, muerta en vida, para que se preocupe y se sienta culpable.
Porque, por trabajo, nos íbamos a seguir viendo. Y él me seguía ilusionando con
proyectos que, según sus propias palabras, “quería que fueran para mí”. Y yo,
tonta, ilusa, le creía, y confiaba en sus buenas intenciones, y pensaba que era
la forma que él tenía de compensarme la falta de interés sentimental.
No fue él. Nunca fue él. Él no tiene
la culpa de no haberme querido. No se pueden controlar los sentimientos hacia otras
personas. Yo no puedo hacer que él me quiera, como no pude hacer que mi papá me
quiera como yo necesitaba. No es culpa de ninguno de ellos dos. Quizás es algo inherente
en mí, que me hace no querible. Que me hace repulsiva para otros y no digna de
ser tomada en serio.
Entonces, ¿Esto me inhabilita para
volver a lanzarme al mundo de los solteros? ¿Significa que nunca podré toarme
las cosas a la ligera? ¿Que voy a vivir marcada por el recuerdo de mi papá por
el resto de mi vida, y que debo ir anunciándole a todo el mundo que si no tiene
intenciones de quedarse en mi vida, que mejor ni se acerque?
¿Es así como realmente debo
manejarme? ¿Debo tener cuidado con mi corazón con cada persona que conozco? ¿O
tengo que, acaso, conformarme siempre con migajas? Porque eso es lo que estoy
haciendo con Max, que es lo más cercano a una relación amorosa que tengo: me da
poco, pero lo poco que me da me satisface porque estoy tan hambrienta de cariño
que no me importa si no me quiere dar ni su nombre, “yo voy a estar ahí para él”.
“Siempre estoy ahí para esas personas”.
Siempre, esperando a que cambien, sin recibir lo que mi corazón realmente desea
de ellos, aceptando sus condiciones pero ellos no las mías. Siempre. ¿Por qué
hago eso? ¿Realmente lo valen?
Lo que pasa es que no me quiero lo
suficiente. Lo que pasa es que creo que, en parte, no me merezco que me den
cariño. A mi ex casi casi lo daba por sentado porque me sentía segura con él,
pero cuando se trata de gente que me quiere menos de lo que yo los quiero, ahí
sí salto. Ahí sí invierto. Y termino perdiendo.
¿Cómo convencerme de que ya no debo
aceptar migajas de nadie? ¿De que no puedo estar pendiente de personas que no
me quieren? ¿Y cómo puedo perdonar que no me quieran? ¿Cómo puedo dejar de repetir
la carencia de mi papá para no volver a sentirme sucia, tonta, insignificante?
Porque así es como me he estado sintiendo durante meses a raíz de este desamor,
que pensé que me había afectado menos.
¿Tan necesitada soy? ¿Tan frágil?
¿Tan infantil? Pensar en el ser lamentable que sigo
siendo me genera rechazo y mucha rabia. Me dan ganas de hacerme daño para
eliminarme. Porque un ser así, débil, no debería estar gastando recursos de
otros que sí los merecen. Eso es lo que pienso de mí. Lo que durante meses me
he venido tragando. No me quiero. No me respeto. No me interesa quererme
tampoco. Pero, desdicha, no puedo terminar de matar ese inmenso deseo de ser
amada y aceptada por ser quien soy, de ser de provecho para otros y sentir que
valgo la pena.
¿Cómo es posible que ambas
naturalezas convivan en la misma mente?