Hace unas semanas estaba conversando con una persona con la
que he hablado sólo una vez en 15 años. Ella es de mi promo del colegio y nunca
fuimos amigas, pero en mi opinión nos teníamos buena onda y por eso nos
seguimos en redes. A raíz de una foto que subí hace un par de semanas en la que
hablé muy superficialmente de mi relación conmigo misma es que a ella le nació
escribirme para compartir nuestras historias, y la verdad es que me alegró
mucho poder hablar con ella y escuchar lo que tenía que contarme. Porque
gracias a las redes sociales podemos ver muchas cosas que nosotros mismos
publicamos, pero pocos saben lo que hay detrás de bambalinas.
Me dio gusto también porque sentí que su interés de hablarme
de estos temas era genuino. Y no hay nada que se aprecie más que el interés
sincero en cómo uno está. A veces tenemos gente a nuestro alrededor que nos
conoce y que por eso mismo ni pregunta cómo nos sentimos. A mí me pasa, y he de
reconocer que tampoco es que sea la mas preguntona. A veces hasta da miedo
tocar estos asuntos por temor a causar malestar, pero no me cansaré de repetir lo
importante que es hablar de estos temas, y más aún si realmente estás
interesado en saber. Así que por favor, si tienes inquietudes, no dudes en
preguntar.
Bueno, al tema. El punto es que entre las cosas que le dije
de mí, estuvo, cómo no, mi TCA. Es una gran parte de mi vida, lo tengo identificado desde los 12 años así que lleva conmigo más de 20. Y ella me hizo una pregunta que hasta hoy me está
dando vueltas en la cabeza: ¿Qué se siente tener anorexia? O sea, ¿no te da
hambre?
Me encantó la confianza con la que se atrevió a preguntarme
algo que ni mi mamá me ha preguntado, creo. Y debo confesar que, lamentablemente,
hasta hoy no tengo una respuesta concreta. De hecho, en ese momento me fui por
las ramas y no le contesté su mayor inquietud (que absolveré en un rato).
¿Por qué no tengo una respuesta concreta? Por la misma razón
que una persona con cáncer no te puede explicar qué se siente. Varía de persona
a persona, incluso de mes a mes, o de etapa a etapa. Sí, hay síntomas físicos
comunes que te hacen saber que algo no está del todo bien, pero al igual que
una persona con cáncer, varían los dolores y el grado de debilidad física. Es
difícil indicar el momento exacto en que tu enfermedad inició porque no hay un
botón que aprietas para inaugurar el problema. Porque es un proceso que empieza
chiquitito y que se va haciendo grande, como la bola de nieve que cae de la
montaña, hasta que hace metástasis en todos los aspectos de tu vida, afectando todo lo que haces y lo que eres.
En todo caso, quizás lo correcto sería preguntar ¿Qué cosas
has sentido cuando has estado sintomática?, e incluso en ese caso la respuesta
sería ambigua. Se puede separar el “yo enfermo” del “yo sano”, pero aún así,
sigue habiendo ese común denominador -yo-, que hace que todo se confunda y sea
difícil decir si estás bien o no. A veces no tenemos comportamientos visibles
ni fluctuaciones evidentes en el peso, y sin embargo, por dentro somos un
desastre. Y otras veces puedes tener todos los signos de alarma pero sólo es un
bajón, no una recaída (porque sí, son dos cosas diferentes).
Pero en vista de que me gustan los retos y los imposibles,
trataré de dar respuesta a esta pregunta tan interesante. Dejo en claro, por
supuesto, que lo que yo siento no puede extrapolarse a todos los casos, porque
todas las personas somos diferentes y nuestros organismos responden diferente
ante el estrés, pero sí se puede decir que tenemos en común todas esas cosas de
las que se habla comúnmente, y de las que trataré de hablar en cristiano para
que lo entienda alguien que (gracias a Dios) no ha pasado por eso.
Me encantaría escribir sobre cosas bonitas. Hadas,
princesas, unicornios y colores; esas cosas que me caracterizan tanto. A mi
familia le da mucho miedo cómo la gente me pueda ver si muestro mi oscuridad.
Pero yo soy consciente de que esa oscuridad también es parte de mi humanidad,
que no todo puede ser color de rosa, que la realidad es compleja y que ES
NECESARIO decir las cosas como son para poder conocerlas y, desde el
conocimiento, generar cambios. Yo quiero generar cambios en mi entorno, y
quiero educar niños desde el conocimiento de las razones del dolor: a través
del amor y la esperanza, porque sé lo que es vivir sin ellos. Por eso me
expongo. Y por eso quiero que lean lo que se siente tener estas enfermedades.
Para empezar, debo comentar que los Trastornos de la
Conducta Alimentaria (TCA, o Eating disorders -ED- en inglés) son muchos, y
aunque existen casos de libro de texto, en realidad se trata de un espectro de
conductas no naturales. Porque lo natural es comer cuando tienes hambre para
nutrir tu cuerpo y llenarte de energía para hacer tus cosas, ¿cierto?
Bueno. Los TCA van justamente en contra de la naturaleza de
cualquier ser vivo. Van desde la restricción más estricta hasta el exceso más
grotesco. Y me apena decir que yo he pasado por todo ese amplio espectro, y que
por eso no digo específicamente “anorexia”, o “bulimia”, porque mis
diagnósticos han variado de temporada en temporada. Yo considero mi TCA como un
virus que muta y se adapta a las circunstancias del momento de la vida en el
que estoy y casi que no puedo adivinar con qué desfachatez o manía me va a salir. ¡PERO! Sí debo enfatizar que mi tendencia principal siempre ha sido
la anorexia, en todas sus formas y colores. Pero que, como toda restricción, trae
consigo la compensación por la carencia, y esa compensación suele ser asquerosamente
descontrolada.
Definir la sensación física es fácil: cansancio, debilidad,
dolor de cabeza, mareos, náuseas, dolor de estómago, temblores, calambres,
mucho frío; todo lo relacionado con el hambre y la malnutrición. ¿Que si
sentimos hambre? Por supuesto que tenemos hambre, y mucha: el asunto es que nos
acostumbramos a ella y nos volvemos resistentes a sus embates, y no le hacemos
caso, al punto de incluso confundir sensaciones de hambre, gastritis, llenura,
satisfacción, e incluso pasar por alto los llamados naturales del cuerpo porque
aprendemos a leerlos de maneras distorsionadas. Decimos que no tenemos hambre
porque no registramos esas sensaciones como tal. Pero sí, básicamente sí la sentimos
hambre, un hambre además mucho más visceral que el del estómago vacío después
de una noche de sueño, que se supone que es el mayor tiempo que el ser humano
pasa sin comer. Es un hambre más primitivo, más profundo, más desesperado. Y
más vacío, porque es un hambre que te deja un hueco tan grande que es imposible
llenarlo con comida.
Visualmente puedes darte cuenta de alguien con TCA porque la
persona varía en sus costumbres alimenticias, en su peso, ya sea que aumenta o
lo pierde rápidamente y sin razón aparente, y eso se acompaña de indicios como
palidez, ojeras, venas notorias (como cuando uno tiene mucho frío), dedos
azules a veces, lanugo (vellosidad fina en brazos, cara, cuello y piernas) y
los benditos huesos, galardón de los “más fuertes”. Eso está descrito en todos lados.
¡Ah, pero si hablamos de emociones y experiencias…!
Cada uno la vive diferente. Algunos se la pasan llorando, escondidos, otros usan ropa chiquita para hacer evidente su delgadez. Algunos jamás lo enfrentan y viven con ese peso toda su vida, otros se atreven a decirlo pero no quieren volver a adaptarse. Porque es eso, un mecanismo de adaptación, y todos reaccionamos diferente.
Creo que, para mí, se resume en lo siguiente: imagínate tener
como tu mayor miedo algo a lo que tienes que enfrentarte y que estás obligado a
hacer todos los días de tu vida, y no una, sino al menos tres veces por día.
Imagínate estar en una relación tóxica con alguien a quien te esfuerzas por no
defraudar pero que cada paso que das no es lo suficientemente bueno, que te
juzga y critica todo el tiempo y nunca está conforme.
¿Recuerdas esos sueños en
los que te estás orinando y buscas desesperadamente un baño, y cuando
finalmente lo encuentras y te ocupas, no sientes ningún tipo de alivio porque
en la realidad física, tu vejiga sigue llena porque sigues dormido y no estás en el
baño realmente? Ese “realizar la acción sin ningún tipo de retribución física”
es algo que también podría compararse con los momentos en que te toca comer.
¿Te ha pasado alguna vez que evitas hacer algo por miedo a las consecuencias,
pero que es algo que inevitablemente tienes que hacer, y que cuando lo
realizas, te prometes que esta vez será diferente y que no pasará nada, pero
mientras realizas el acto, tienes esa sensación de que inevitablemente pasará
lo que temías? Eso es lo que se siente antes y durante un atracón.
Esas son algunas de las formas en que se siente tener TCA.
Tener anorexia se siente diferente de tener bulimia o trastorno por atracón, pero
en los tres existe la misma sensación de falta de control, de miedo, de
ansiedad, de culpa, de vergüenza, y sólo por el tema de la comida. En esta
lista no estoy contando los agregados sociales, que intensifican aún más estas
emociones porque es un tabú, son enfermedades. Está mal hacer eso que tan bien
te hace sentir, y está bien alimentarte adecuadamente, que tan mal te hace
sentir. Es el mundo del revés.
Por cierto, es verdad que sientes hambre y de alguna forma
“disfrutas” cuando estás comiendo así sea un caramelo… Pero al igual que cuando
sueñas que vas al baño, no te termina de satisfacer, y le sigue un terror y culpa descomunales, y una
sensación física muy desagradable. Y es porque tu cuerpo se ha acostumbrado a
la falta de comida. Imagínate colocar algo pesado en una fina bolsa de papel: si
tuviera sensibilidad, seguro se quejaría y sentiría que se va a romper.
Entonces, optarás por llenarla lo menos posible, para no deformarla o romperla, y eso sólo llevará a un
círculo vicioso en el que la bolsa se volverá cada vez más intolerante y en el que una
hoja de lechuga te saciará como una hamburguesa triple. Sientes que una manzana
te infla, porque evidentemente estás acostumbrada al vacío, y por la pérdida de células y bacterias beneficiosas en tu tracto digestivo, la comida te cae mucho más pesada y cualquier cosa te genera gases. Y como cualquier
cosa, así sea agua, ocupa un lugar en el espacio, notarás la diferencia y te
desesperarás. Porque en tu mente esa no es sólo hinchazón natural de comer,
sino que estás ingiriendo algo que pasa por todo un desagradable proceso en tu tracto digestivo y que potencialmente trae consecuencias: engordar.
Subir de peso es el fin del mundo. Así se siente, como si al
subir de peso dejaras de ser tú. Como si te raparan el cabello
involuntariamente o te despertaras con una pierna amputada por un accidente: un
cambio radical en tu cuerpo que no deseas en absoluto. La dureza de los huesos,
por otro lado, significa fortaleza. Porque hay que ser fuerte para quedarse con
hambre durante horas o días. Cada gramo menos es una gran victoria, es una muestra de tu potencial en la vida y lo bien que puedes llegar a tus metas. Y el estómago vacío es pureza. Porque la comida
mancha y llena de cosas que se te meten por todas las células de tu cuerpo,
cosas que viene de afuera, que no son parte de ti, y que por ende “no
necesitas, ergo te están ensuciando”. Evidentemente, si sientes que cualquier
cosa de afuera es veneno, vas a buscar evitarlo o, en caso de ser inevitable la
ingesta, eliminarlo como puedas.
Y ese “como puedas” significa muchas veces actuar en contra de ti misma de manera aún más activa: utilizando
laxantes, haciendo ejercicio extremo, o vomitando.
Creo que todos hemos tenido alguna vez diarrea, por lo que
la sensación de los cólicos nos es desagradablemente familiar. Sólo podría
añadir que éstos son aún más intensos, porque no es un proceso estomacal
natural, sino que te has zampado cuatro o diez veces la dosis normal de
laxantes, así que te retuerces donde sea que estás durante el tiempo que demora
que la comida pase del intestino delgado al recto. Y ese interín es un suplicio. Un par de veces me tuve que regresar a mi casa del colegio porque tenía como regla no ocuparme ahí, me podían criticar. Le tenía pavor a cualquier cosa que viniera de mí. Y aguantarse ese cólico por horas es una tortura: sudas frío, te encoges de dolor, no puedes caminar o hablar... Cuando por fin vas al baño, el alivio no es inmediato, porque tus entrañas quedan resentidas, pero al cabo de uno o dos días (o menos si es
que generaste resistencia) vuelves a sentir adentro el peso de lo que comiste. Y sabes que necesitas deshacerte de él, otra vez.
Con el ejercicio extremo no tengo mucha experiencia porque
siempre he sido floja para eso, pero sí puedo decir que cuando alguien con TCA "se ejercita", no sólo incluye correr
o practicar algún deporte como comúnmente se cree, sino que, en tu afán de
quemar calorías, eres capaz de someter a tu cuerpo a estrés y cansancio de
todas las maneras posibles. La actividad que menos calorías gasta, según yo, es
dormir. Por lo tanto, cualquier cosa que signifique no estar tirada en tu cama, sino parada haciendo algo, lo que sea, mejor. Y si implica movimiento, tanto mejor aún. Así que trasnochar para dormir
poco, estudiar, trabajar, y por supuesto, la favorita, caminar kilómetros y
kilómetros a pesar del cansancio y el mareo, siempre será bien recibido. Todo
sea por quemar calorías.
Muchos tenemos el recuerdo de niños de que vomitar es
simplemente asqueroso, y la sensación que lo precede es probablemente una de
las peores que podemos experimentar. Si existen pastillas para evitar las
náuseas es porque realmente pueden ser incapacitantes. Por eso, muchos piensan
que autoinducirse el vómito es un martirio que podría evitarse simplemente no
comiendo. Lo que muchos no saben es que cuando te autoinduces el vómito, tu
cerebro no registra la sensación de náuseas o arcadas: simplemente activas el
reflejo que hace que el estómago se vuelque. Por eso es que no sientes náuseas.
Sin embargo, y debo hacer esta aclaración, tampoco es que no sientas
absolutamente nada, porque de lo contrario, no sería tan peligroso. Y tan
adictivo. Provocarte el vómito es como comer, sólo que en reversa. Así como una
persona con hambre siente más y más placer cuanto más y más ingiere, una
persona con TCA siente más y más placer cuanto más y más expulsa de su cuerpo.
Porque mientras esa primera persona busca satisfacer su hambre, la segunda
busca satisfacer su ansiedad, y ésta se ve rápida y eficazmente disminuida
cuando se libera de lo que la está causando: la comida. Se siente como si le estuvieras gritando con todo tu alma a aquello que tanto te hiere. Duele, sí, y a veces
mucho, hasta sangrar. Duele el estómago, el esófago, la boca, los dientes, la
mandíbula, las manos, las piernas y hasta la cabeza por el esfuerzo que haces
para voltearte; no estamos hechos para vomitar naturalmente, después de todo.
Pero es un precio que estás dispuesta a pagar porque después de ese malestar “momentáneo”
y nada comparable con las horribles náuseas, viene la tranquilidad. Es como la tormenta que es sucedida por un arcoíris.
Vomitar te nubla, te dopa, te calma; terminas en blanco, literalmente. Vacía,
sin emociones. Lista para seguir con tu vida como si nada, o para volver a
empezar con el ciclo, en algunos casos. En el mío, luego de vomitar terminaba
exhausta así que sólo atinaba a tirarme a descansar. Temiendo la próxima vez
que comería, porque sabía que tendría que volver a pasar por esa sensación tan
retribuyente pero a la vez tan exigente.
Evidentemente, el momento de volver a enfrentarte con la
comida llega, porque a diferencia de la adicción al alcohol o las drogas, que
son sustancias que no necesitamos para subsistir, nosotros los humanos tenemos
que comer sí o sí. Y entonces, tu cuerpo nublado vuelve a sentir una campanita en el fondo de la cabeza que resuena al hambre, pero que es más una desesperación, porque recuerda
que prácticamente no ha llegado comida apropiadamente a tus intestinos en semanas o meses, y
tu cuerpo no olvida el hambre. Tus células no han recibido alimento en Dios
sabe cuánto tiempo, así que mandan señales de alerta de que necesitas energía,
y tu estómago aún está hipersensible a lo que sea que caiga en él, ya sea por
el vacío de la restricción o por la irritación del vómito; y en esas
condiciones, tienes que volver a tomar la decisión: ¿Comes o no comes?
Cuando tienes TCA, ambas opciones son malas, ¿sabías? Porque
si comes, te arrepentirás, porque te arriesgas a que suceda lo que "no debe" suceder: nutrirte, tener energía, eventualmente subir de peso, que no es algo
que tiene que pasar siempre que comes pero que en ese momento ves como una
consecuencia inmediata, como si fueras un saco de papas que se va deformando con cada una que ingresa. Y si no comes, te la
pasarás pensando en comida todos y cada uno de los segundos que le siguen a
este momento, porque déjame decirte que cuando uno tiene hambre, sólo piensa en
lo que se puede meter a la boca.
Imagínate que llega el momento de almorzar
después de un largo día. Imagínate ese momento previo a decidir qué vas a
comer: ¿Un pollito a la brasa? ¿Tal vez un chifita? ¡Qué va, la pasta es lo
mejor del mundo! Y de postre, una torta. ¡No, mejor un chocolate, o un helado! Uuuf, qué
rico sería comer algo de eso, ¿no?... Ah, pero hay un detalle: "Espera, espera, tú no mereces nada de eso, (insertar aquí cualquier insulto), tú no puedes comer nada, (otro insulto), porque eres una (insulto) y encima todo eso
engorda. No, debe ser algo que puedas tolerar, para no sufrir tanto. No pienses
en cosas ricas, sólo en cosas permitidas, que no engorden, que no tengas que
vomitar, que sean fáciles de quemar o expulsar. Un caramelo, un plato pequeño de lechuga, un café. Eso no es
peligroso. Te satisfacerá y no volverás a pensar en comida hasta dentro de un
buen rato".
Sí, Juan, como si fuera posible no pensar en comida cuando
tienes hambre todo el tiempo.
Y así se te pasa la vida, evitando pensar en comida,
pensando en comida, comiendo, sintiéndote culpable, autoflagelándote y
volviendo a empezar ad infinitum.
Así, todos tus minutos de existencia giran en
torno a lo que puedas comer. A las infinitas posibilidades maravillosas que
podrías ingerir si tus circunstancias fueran diferentes, y también a todas las
estrategias que usarás para evitar caer en la tentación y engañar a la gente.
Porque tú eres más lista que el resto, tú sabes exactamente qué decir, cuánto
demorarte en tus actividades y por dónde ir para conseguir tu fin de evitar la
comida. Tu mente divagará en posibles escenarios, excusas y actividades en las
que te inmiscuirás para alargar el tiempo hasta el siguiente momento en el que
toque enfrentarse con aquel monstruo añorado, tan temido pero a la vez en el
que no puedes dejar de pensar. Porque tienes hambre, mucha hambre. Es tanta el
hambre que te sobrepasa y la dejas de registrar en el cerebro. Y en vez de ella,
sientes las consecuencias de lo que la comida te provoca: ansiedad antes de
comer porque sabes lo que significa, seguridad y fortaleza al optar por lo
conocido, y culpa al salirte de la línea siquiera un milímetro. Cualquier
error, por mínimo que sea, debe ser severamente castigado.
Y entonces, a veces sucede que pierdes peso. A veces tu
cuerpo no obedece a tu mente y no pierdes tanto como quisieras, y créanme que
para alguien con principalmente anorexia es INMENSAMENTE frustrante. Pero otras
veces encuentras la fórmula perfecta, o tu metabolismo es rápido o se te pasa
la mano y sin que te des cuenta tus pantalones te bailan y tienes que usar
correas y leggins porque nada te queda bien. Empiezas a dar pena, y sientes
mucha vergüenza cada vez que sales a la calle siquiera a pasear a tu perro.
Claro que igual sentías vergüenza antes, cuando no habías perdido peso, pero
justamente por lo contrario, porque te sentías gorda y fea y no querías que
nadie te viera. Pero de alguna forma, esa sensación es un poquito más tolerable
que la vergüenza de verte descubierta, desnuda, evidentemente en falta ante los
ojos de los demás. Orgullosa y confiada, y hasta empoderada, no lo negaré. La
sensación de control y omnipotencia es increíble. Pero en el fondo, muy en el
fondo, sabes que estás mal, no sólo equivocada, sino enferma, y esa culpa y
vergüenza de saber que estás haciendo algo que está mal sólo se retroalimentan entre sí porque, cuando te das cuenta, estás
demasiado metida en el laberinto y no eres capaz de parar. Por eso te convences
de que eres un caso aparte, que no te puedes recuperar, que no puedes ser
normal y que nunca más lo serás. Pierdes la esperanza en encontrar la salida, y
te refugias más y más en la oscuridad, en tu círculo vicioso. Tu TCA se convierte en parte de tu
identidad, y es por eso que es tan difícil dejarlo. ¿Quién o qué eres, si no
eres esa persona delgada/desordenada/que vive por comer?
Por eso es tan importante la ayuda externa, porque
usualmente, cuando estás tan entrampada, todo esto que estoy contando se
convierte en lo normal, y considerar siquiera en cambiar eso es impensable. No
se puede. Se necesita inamovilidad para mantener estas conductas, y el miedo al
cambio es un factor crucial en la gesta de estos problemas. ¿Y es que cómo dejas de hacer aquello que se ha convertido
en tu principal fuente de seguridad en esta vida, tan impredecible, en la que
probablemente has fallado muchas veces, y en la que, finalmente, encuentras algo en lo que eres relativamente buena?
Cabe destacar que es muy común que los TCA estén acompañados
de depresión: imagínate, pues, no sólo verte habituada a hacer algo, sino ser
incapaz de ver otras opciones porque tu mente, enferma, no puede. La
depresión nubla el espectro de visión, y para ponerle la cereza al pastel, la
falta de alimento y sueño impiden pensar claramente. ¿Cómo tomas decisiones
acertadas para tu vida en estas circunstancias?
Es por esta razón que físicamente estás más propensa a no
tener energía y fallar en lo que te propones, por más esfuerzo que pongas. Es
por eso que no tomas decisiones debidamente sopesadas, te dejas llevar por tus
impulsos, y fallas; Y los errores se van sumando y te van convenciendo cada día
más de que, quizás, no es el mundo, sino tú, la que está mal; que quizás tú
eres un problema, y si dejaras de existir dejarías de crear problemas a tu
alrededor. Y se convierte en un círculo vicioso del que es inmensamente difícil
salir.
Es por esta razón que los problemas de salud mental afectan
en absolutamente todos los aspectos de tu vida: imagina que tu día gira en
torno a lo que comes o dejas de comer y cómo logras evitar esa actividad vital,
que además, es un rito social que une a la gente: te aíslas. Tus relaciones se
ven mermadas. Tu eficacia en el trabajo o estudios disminuye inexorablemente, estás de mal
humor, y no eres capaz de ver una solución. Y lo más contradictorio e irónico
del caso: tampoco quieres. Porque estás fuertemente convencida de que las cosas
no van a cambiar, de que tú no puedes cambiar, de que nada va a estar bien. De
que sólo te queda continuar con lo que estás haciendo hasta que te mueras, o
alguien venga a rescatarte.
En el fondo, muy en el fondo, estás gritando por ayuda.
Estás demostrando físicamente lo que emocional y verbalmente no eres capaz de
expresar. Y posiblemente no seas capaz de aceptarlo, pero anhelas con toda tu
alma que alguien se acerque, te tienda la mano, y vea a esa niña asustada y
herida que ha tomado las riendas de tu vida y que ha hecho lo mejor que ha
podido para lidiar con la situación, pero que ha fallado, porque no se daba
cuenta de que debía crecer y hacer las cosas desde el amor y no desde el miedo
o el rencor. Por eso, aquella persona que es capaz de llegar al centro de una
persona con algún problema de salud mental va a quedar para la posteridad como
el segundo padre o madre que le devuelve la vida a aquella persona si logra
guiarla de regreso.
Explicar cómo me siento cuando tengo activos mis trastornos
me demandaría un libro. Podría escribir capítulos larguísimos tratando de
explicar la línea de mi pensamiento cuando estoy en esos parajes, pero creo que
ya me he extendido bastante y podría resultar hasta repetitivo. Te diría que
tienes que vivirlo para entenderlo, pero no se lo deseo a nadie, y creo que
leer e informarse es la mejor manera de acercarse al tema si es que te
interesa. Pero no sólo leer artículos científicos o tratados psicológicos, sino
experiencias. Porque son las experiencias las que ayudan a ponerse en el lugar
y crear empatía, y, con suerte, ayudar a comprender para ayudar a solucionar. O
a evitar.
Si escribo estas cosas es porque creo que es importante
hablar para ayudar a otras personas que puedan estar pasando por lo mismo: para
comprenderlos en vez de juzgarlos, para mirarlos con amor en vez de pena, y
para orientarlos y apoyarlos en vez de culparlos y revictimizarlos. No es fácil
vivir sufriendo, y estas enfermedades, muchas veces invisibles, afectan de
maneras impensadas en cada resquicio de tu humanidad, te hacen dudar y te
quiebran.
Pero que no quepa duda de que, cuando emerges de tus
cenizas, lo haces más fuerte que nunca.
(Y para los que piden pruebas: Hay suficiente dolor en internet. Aquí no van a encontrar morbo, sino información).