lunes, 6 de abril de 2020

Enésima epifanía


Cuando no entierras a tus muertos, sus fantasmas te acecharán. Se colgarán de tu espalda y pesarán en tu corazón, y no te dejarán seguir con tu vida, porque te quieren ver morir con ellos.

No sé si es efecto de la cuarentena, o el hecho de que, finalmente, mi cerebro está nutrido y mi corazón listo para enfrentar. Y tampoco estoy segura de que esto sea realmente relevante, o que realmente no haya procesado el taco antes, cuando las cosas eran recientes y yo pensaba que el tema estaba zanjado. Vamos, sin irme demasiado más allá, no sé si realmente esto sea digno de escribirse, si es que yo me estoy ahogando en un vaso de agua para variar, o si es que vale la pena meter el dedo en la herida para sacar la pus y que finalmente cicatrice.

En Julio de 2018 salí con un chico. No me llamaba demasiado la atención en un principio, pero a fuerza de insistencia y quizás también por necesidad mía de borrarme a mi ex de la piel, me terminé interesando en él de vuelta. Era diferente de la persona con la que había estado durante casi 3 años: alto, macizo, corpulento, y la verdad menos guapo de lo que me hubiera gustado. Pero su seguridad en sí mismo y, por qué no, los temas en común, me terminaron por convencer de que quizás valía la pena intentar que me guste.

Y sí me gustó. Lo suficiente como para esperar cosas de él. Lo cual, viniendo de mí, no es tan raro. De los hombres siempre he esperado demasiado.

Me gusta echarle la culpa. Me gusta pensar que él me ilusionó por gusto, y que el hecho de que lo tenga que ver relativamente seguido no me ayudó a cerrar bien la herida. Me gusta pensar que yo no hice nada malo, pero ¿qué tan cierto es eso?

¿Y si no es más que un reflejo de mis carencias? Es decir, ¿acaso no me advirtió que, si bien no era de interesarse así nomás en alguien, tampoco se sentía emocionalmente preparado para tener una relación? Y yo caí. Yo confié. Yo decidí arriesgar, y perdí. No obtuve retorno de mi inversión. Una parte de mí sabía que el chico no buscaba nada serio, y esa parte de mí quería probar si yo estoy hecha de ese material del que están hechas muchas personas que pueden tener relaciones fugaces y borrarlas de su memoria al cabo de unos días. No sé cuántas veces me tengo que dar chascos de este estilo para convencerme de que yo no funciono así.

Y quizás es mi culpa. No he querido pensar que él fue un imbécil porque no quiso lo mismo que yo, es lo más fácil. Pero quizás en el fondo sí lo responsabilicé de mi pesar. Y me sentí humillada, y con mayor razón lo quise tener, encaprichada. Porque él no me quiso lo suficiente. De yo no haber sido suficiente para él.

Un momento, esto me suena muy familiar.

Como a mi relación con mi padre.

Esa persona que no estaba emocionalmente disponible y que no me quiso como yo deseaba que me quiera. Que me decía que era su princesita, pero que a la hora de la hora no me lo demostraba. Y con quien yo estaba molesta porque no me quería, y cuyo desamor me hacía sentir tan mal conmigo misma que no aguantaba mi humanidad y necesitaba deshacerme de mi cuerpo, que estaba relacionado físicamente con él, dejando de comer.

Odio que Max vuelva a tener razón sobre mí. Odio que mi papá siga teniendo relevancia en mis relaciones. Odio que me haya marcado de por vida y no pueda ser una persona normal que puede dejar ir fácilmente.

Quizás este corazón roto ha sido la razón por la que recaí en la anorexia a finales del 2018. Oh coincidencia. Quise restregarle en la cara que no me había afectado que yo estaba muy bien y que lo había superado, pero una parte enfermiza de mí quería que me viera enclenque, desvalida, muerta en vida, para que se preocupe y se sienta culpable. Porque, por trabajo, nos íbamos a seguir viendo. Y él me seguía ilusionando con proyectos que, según sus propias palabras, “quería que fueran para mí”. Y yo, tonta, ilusa, le creía, y confiaba en sus buenas intenciones, y pensaba que era la forma que él tenía de compensarme la falta de interés sentimental.

No fue él. Nunca fue él. Él no tiene la culpa de no haberme querido. No se pueden controlar los sentimientos hacia otras personas. Yo no puedo hacer que él me quiera, como no pude hacer que mi papá me quiera como yo necesitaba. No es culpa de ninguno de ellos dos. Quizás es algo inherente en mí, que me hace no querible. Que me hace repulsiva para otros y no digna de ser tomada en serio.

Entonces, ¿Esto me inhabilita para volver a lanzarme al mundo de los solteros? ¿Significa que nunca podré toarme las cosas a la ligera? ¿Que voy a vivir marcada por el recuerdo de mi papá por el resto de mi vida, y que debo ir anunciándole a todo el mundo que si no tiene intenciones de quedarse en mi vida, que mejor ni se acerque?

¿Es así como realmente debo manejarme? ¿Debo tener cuidado con mi corazón con cada persona que conozco? ¿O tengo que, acaso, conformarme siempre con migajas? Porque eso es lo que estoy haciendo con Max, que es lo más cercano a una relación amorosa que tengo: me da poco, pero lo poco que me da me satisface porque estoy tan hambrienta de cariño que no me importa si no me quiere dar ni su nombre, “yo voy a estar ahí para él”.

“Siempre estoy ahí para esas personas”. Siempre, esperando a que cambien, sin recibir lo que mi corazón realmente desea de ellos, aceptando sus condiciones pero ellos no las mías. Siempre. ¿Por qué hago eso? ¿Realmente lo valen?

Lo que pasa es que no me quiero lo suficiente. Lo que pasa es que creo que, en parte, no me merezco que me den cariño. A mi ex casi casi lo daba por sentado porque me sentía segura con él, pero cuando se trata de gente que me quiere menos de lo que yo los quiero, ahí sí salto. Ahí sí invierto. Y termino perdiendo.

¿Cómo convencerme de que ya no debo aceptar migajas de nadie? ¿De que no puedo estar pendiente de personas que no me quieren? ¿Y cómo puedo perdonar que no me quieran? ¿Cómo puedo dejar de repetir la carencia de mi papá para no volver a sentirme sucia, tonta, insignificante? Porque así es como me he estado sintiendo durante meses a raíz de este desamor, que pensé que me había afectado menos.

¿Tan necesitada soy? ¿Tan frágil? ¿Tan infantil? Pensar en el ser lamentable que sigo siendo me genera rechazo y mucha rabia. Me dan ganas de hacerme daño para eliminarme. Porque un ser así, débil, no debería estar gastando recursos de otros que sí los merecen. Eso es lo que pienso de mí. Lo que durante meses me he venido tragando. No me quiero. No me respeto. No me interesa quererme tampoco. Pero, desdicha, no puedo terminar de matar ese inmenso deseo de ser amada y aceptada por ser quien soy, de ser de provecho para otros y sentir que valgo la pena.

¿Cómo es posible que ambas naturalezas convivan en la misma mente?

Sólo soy un momento.

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