miércoles, 25 de noviembre de 2020

¿Qué se siente tener anorexia?

Hace unas semanas estaba conversando con una persona con la que he hablado sólo una vez en 15 años. Ella es de mi promo del colegio y nunca fuimos amigas, pero en mi opinión nos teníamos buena onda y por eso nos seguimos en redes. A raíz de una foto que subí hace un par de semanas en la que hablé muy superficialmente de mi relación conmigo misma es que a ella le nació escribirme para compartir nuestras historias, y la verdad es que me alegró mucho poder hablar con ella y escuchar lo que tenía que contarme. Porque gracias a las redes sociales podemos ver muchas cosas que nosotros mismos publicamos, pero pocos saben lo que hay detrás de bambalinas.

Me dio gusto también porque sentí que su interés de hablarme de estos temas era genuino. Y no hay nada que se aprecie más que el interés sincero en cómo uno está. A veces tenemos gente a nuestro alrededor que nos conoce y que por eso mismo ni pregunta cómo nos sentimos. A mí me pasa, y he de reconocer que tampoco es que sea la mas preguntona. A veces hasta da miedo tocar estos asuntos por temor a causar malestar, pero no me cansaré de repetir lo importante que es hablar de estos temas, y más aún si realmente estás interesado en saber. Así que por favor, si tienes inquietudes, no dudes en preguntar.

Bueno, al tema. El punto es que entre las cosas que le dije de mí, estuvo, cómo no, mi TCA. Es una gran parte de mi vida, lo tengo identificado desde los 12 años así que lleva conmigo más de 20. Y ella me hizo una pregunta que hasta hoy me está dando vueltas en la cabeza: ¿Qué se siente tener anorexia? O sea, ¿no te da hambre?

Me encantó la confianza con la que se atrevió a preguntarme algo que ni mi mamá me ha preguntado, creo. Y debo confesar que, lamentablemente, hasta hoy no tengo una respuesta concreta. De hecho, en ese momento me fui por las ramas y no le contesté su mayor inquietud (que absolveré en un rato).

¿Por qué no tengo una respuesta concreta? Por la misma razón que una persona con cáncer no te puede explicar qué se siente. Varía de persona a persona, incluso de mes a mes, o de etapa a etapa. Sí, hay síntomas físicos comunes que te hacen saber que algo no está del todo bien, pero al igual que una persona con cáncer, varían los dolores y el grado de debilidad física. Es difícil indicar el momento exacto en que tu enfermedad inició porque no hay un botón que aprietas para inaugurar el problema. Porque es un proceso que empieza chiquitito y que se va haciendo grande, como la bola de nieve que cae de la montaña, hasta que hace metástasis en todos los aspectos de tu vida, afectando todo lo que haces y lo que eres.

En todo caso, quizás lo correcto sería preguntar ¿Qué cosas has sentido cuando has estado sintomática?, e incluso en ese caso la respuesta sería ambigua. Se puede separar el “yo enfermo” del “yo sano”, pero aún así, sigue habiendo ese común denominador -yo-, que hace que todo se confunda y sea difícil decir si estás bien o no. A veces no tenemos comportamientos visibles ni fluctuaciones evidentes en el peso, y sin embargo, por dentro somos un desastre. Y otras veces puedes tener todos los signos de alarma pero sólo es un bajón, no una recaída (porque sí, son dos cosas diferentes).

Pero en vista de que me gustan los retos y los imposibles, trataré de dar respuesta a esta pregunta tan interesante. Dejo en claro, por supuesto, que lo que yo siento no puede extrapolarse a todos los casos, porque todas las personas somos diferentes y nuestros organismos responden diferente ante el estrés, pero sí se puede decir que tenemos en común todas esas cosas de las que se habla comúnmente, y de las que trataré de hablar en cristiano para que lo entienda alguien que (gracias a Dios) no ha pasado por eso.

Me encantaría escribir sobre cosas bonitas. Hadas, princesas, unicornios y colores; esas cosas que me caracterizan tanto. A mi familia le da mucho miedo cómo la gente me pueda ver si muestro mi oscuridad. Pero yo soy consciente de que esa oscuridad también es parte de mi humanidad, que no todo puede ser color de rosa, que la realidad es compleja y que ES NECESARIO decir las cosas como son para poder conocerlas y, desde el conocimiento, generar cambios. Yo quiero generar cambios en mi entorno, y quiero educar niños desde el conocimiento de las razones del dolor: a través del amor y la esperanza, porque sé lo que es vivir sin ellos. Por eso me expongo. Y por eso quiero que lean lo que se siente tener estas enfermedades. 

Para empezar, debo comentar que los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA, o Eating disorders -ED- en inglés) son muchos, y aunque existen casos de libro de texto, en realidad se trata de un espectro de conductas no naturales. Porque lo natural es comer cuando tienes hambre para nutrir tu cuerpo y llenarte de energía para hacer tus cosas, ¿cierto?

Bueno. Los TCA van justamente en contra de la naturaleza de cualquier ser vivo. Van desde la restricción más estricta hasta el exceso más grotesco. Y me apena decir que yo he pasado por todo ese amplio espectro, y que por eso no digo específicamente “anorexia”, o “bulimia”, porque mis diagnósticos han variado de temporada en temporada. Yo considero mi TCA como un virus que muta y se adapta a las circunstancias del momento de la vida en el que estoy y casi que no puedo adivinar con qué desfachatez o manía me va a salir. ¡PERO! Sí debo enfatizar que mi tendencia principal siempre ha sido la anorexia, en todas sus formas y colores. Pero que, como toda restricción, trae consigo la compensación por la carencia, y esa compensación suele ser asquerosamente descontrolada.

Definir la sensación física es fácil: cansancio, debilidad, dolor de cabeza, mareos, náuseas, dolor de estómago, temblores, calambres, mucho frío; todo lo relacionado con el hambre y la malnutrición. ¿Que si sentimos hambre? Por supuesto que tenemos hambre, y mucha: el asunto es que nos acostumbramos a ella y nos volvemos resistentes a sus embates, y no le hacemos caso, al punto de incluso confundir sensaciones de hambre, gastritis, llenura, satisfacción, e incluso pasar por alto los llamados naturales del cuerpo porque aprendemos a leerlos de maneras distorsionadas. Decimos que no tenemos hambre porque no registramos esas sensaciones como tal. Pero sí, básicamente sí la sentimos hambre, un hambre además mucho más visceral que el del estómago vacío después de una noche de sueño, que se supone que es el mayor tiempo que el ser humano pasa sin comer. Es un hambre más primitivo, más profundo, más desesperado. Y más vacío, porque es un hambre que te deja un hueco tan grande que es imposible llenarlo con comida. 

Visualmente puedes darte cuenta de alguien con TCA porque la persona varía en sus costumbres alimenticias, en su peso, ya sea que aumenta o lo pierde rápidamente y sin razón aparente, y eso se acompaña de indicios como palidez, ojeras, venas notorias (como cuando uno tiene mucho frío), dedos azules a veces, lanugo (vellosidad fina en brazos, cara, cuello y piernas) y los benditos huesos, galardón de los “más fuertes”. Eso está descrito en todos lados. 

¡Ah, pero si hablamos de emociones y experiencias…! 

Cada uno la vive diferente. Algunos se la pasan llorando, escondidos, otros usan ropa chiquita para hacer evidente su delgadez. Algunos jamás lo enfrentan y viven con ese peso toda su vida, otros se atreven a decirlo pero no quieren volver a adaptarse. Porque es eso, un mecanismo de adaptación, y todos reaccionamos diferente. 

Creo que, para mí, se resume en lo siguiente: imagínate tener como tu mayor miedo algo a lo que tienes que enfrentarte y que estás obligado a hacer todos los días de tu vida, y no una, sino al menos tres veces por día. 

Imagínate estar en una relación tóxica con alguien a quien te esfuerzas por no defraudar pero que cada paso que das no es lo suficientemente bueno, que te juzga y critica todo el tiempo y nunca está conforme. 

¿Recuerdas esos sueños en los que te estás orinando y buscas desesperadamente un baño, y cuando finalmente lo encuentras y te ocupas, no sientes ningún tipo de alivio porque en la realidad física, tu vejiga sigue llena porque sigues dormido y no estás en el baño realmente? Ese “realizar la acción sin ningún tipo de retribución física” es algo que también podría compararse con los momentos en que te toca comer. 

¿Te ha pasado alguna vez que evitas hacer algo por miedo a las consecuencias, pero que es algo que inevitablemente tienes que hacer, y que cuando lo realizas, te prometes que esta vez será diferente y que no pasará nada, pero mientras realizas el acto, tienes esa sensación de que inevitablemente pasará lo que temías? Eso es lo que se siente antes y durante un atracón.

Esas son algunas de las formas en que se siente tener TCA. Tener anorexia se siente diferente de tener bulimia o trastorno por atracón, pero en los tres existe la misma sensación de falta de control, de miedo, de ansiedad, de culpa, de vergüenza, y sólo por el tema de la comida. En esta lista no estoy contando los agregados sociales, que intensifican aún más estas emociones porque es un tabú, son enfermedades. Está mal hacer eso que tan bien te hace sentir, y está bien alimentarte adecuadamente, que tan mal te hace sentir. Es el mundo del revés. 

Por cierto, es verdad que sientes hambre y de alguna forma “disfrutas” cuando estás comiendo así sea un caramelo… Pero al igual que cuando sueñas que vas al baño, no te termina de satisfacer, y le sigue un terror y culpa descomunales, y una sensación física muy desagradable. Y es porque tu cuerpo se ha acostumbrado a la falta de comida. Imagínate colocar algo pesado en una fina bolsa de papel: si tuviera sensibilidad, seguro se quejaría y sentiría que se va a romper. Entonces, optarás por llenarla lo menos posible, para no deformarla o romperla, y eso sólo llevará a un círculo vicioso en el que la bolsa se volverá cada vez más intolerante y en el que una hoja de lechuga te saciará como una hamburguesa triple. Sientes que una manzana te infla, porque evidentemente estás acostumbrada al vacío, y por la pérdida de células y bacterias beneficiosas en tu tracto digestivo, la comida te cae mucho más pesada y cualquier cosa te genera gases. Y como cualquier cosa, así sea agua, ocupa un lugar en el espacio, notarás la diferencia y te desesperarás. Porque en tu mente esa no es sólo hinchazón natural de comer, sino que estás ingiriendo algo que pasa por todo un desagradable proceso en tu tracto digestivo y que potencialmente trae consecuencias: engordar.

Subir de peso es el fin del mundo. Así se siente, como si al subir de peso dejaras de ser tú. Como si te raparan el cabello involuntariamente o te despertaras con una pierna amputada por un accidente: un cambio radical en tu cuerpo que no deseas en absoluto. La dureza de los huesos, por otro lado, significa fortaleza. Porque hay que ser fuerte para quedarse con hambre durante horas o días. Cada gramo menos es una gran victoria, es una muestra de tu potencial en la vida y lo bien que puedes llegar a tus metas. Y el estómago vacío es pureza. Porque la comida mancha y llena de cosas que se te meten por todas las células de tu cuerpo, cosas que viene de afuera, que no son parte de ti, y que por ende “no necesitas, ergo te están ensuciando”. Evidentemente, si sientes que cualquier cosa de afuera es veneno, vas a buscar evitarlo o, en caso de ser inevitable la ingesta, eliminarlo como puedas. 

Y ese “como puedas” significa muchas veces actuar en contra de ti misma de manera aún más activa: utilizando laxantes, haciendo ejercicio extremo, o vomitando.

Creo que todos hemos tenido alguna vez diarrea, por lo que la sensación de los cólicos nos es desagradablemente familiar. Sólo podría añadir que éstos son aún más intensos, porque no es un proceso estomacal natural, sino que te has zampado cuatro o diez veces la dosis normal de laxantes, así que te retuerces donde sea que estás durante el tiempo que demora que la comida pase del intestino delgado al recto. Y ese interín es un suplicio. Un par de veces me tuve que regresar a mi casa del colegio porque tenía como regla no ocuparme ahí, me podían criticar. Le tenía pavor a cualquier cosa que viniera de mí. Y aguantarse ese cólico por horas es una tortura: sudas frío, te encoges de dolor, no puedes caminar o hablar... Cuando por fin vas al baño, el alivio no es inmediato, porque tus entrañas quedan resentidas, pero al cabo de uno o dos días (o menos si es que generaste resistencia) vuelves a sentir adentro el peso de lo que comiste. Y sabes que necesitas deshacerte de él, otra vez.

Con el ejercicio extremo no tengo mucha experiencia porque siempre he sido floja para eso, pero sí puedo decir que cuando alguien con TCA "se ejercita", no sólo incluye correr o practicar algún deporte como comúnmente se cree, sino que, en tu afán de quemar calorías, eres capaz de someter a tu cuerpo a estrés y cansancio de todas las maneras posibles. La actividad que menos calorías gasta, según yo, es dormir. Por lo tanto, cualquier cosa que signifique no estar tirada en tu cama, sino parada haciendo algo, lo que sea, mejor. Y si implica movimiento, tanto mejor aún. Así que trasnochar para dormir poco, estudiar, trabajar, y por supuesto, la favorita, caminar kilómetros y kilómetros a pesar del cansancio y el mareo, siempre será bien recibido. Todo sea por quemar calorías. 

Muchos tenemos el recuerdo de niños de que vomitar es simplemente asqueroso, y la sensación que lo precede es probablemente una de las peores que podemos experimentar. Si existen pastillas para evitar las náuseas es porque realmente pueden ser incapacitantes. Por eso, muchos piensan que autoinducirse el vómito es un martirio que podría evitarse simplemente no comiendo. Lo que muchos no saben es que cuando te autoinduces el vómito, tu cerebro no registra la sensación de náuseas o arcadas: simplemente activas el reflejo que hace que el estómago se vuelque. Por eso es que no sientes náuseas. Sin embargo, y debo hacer esta aclaración, tampoco es que no sientas absolutamente nada, porque de lo contrario, no sería tan peligroso. Y tan adictivo. Provocarte el vómito es como comer, sólo que en reversa. Así como una persona con hambre siente más y más placer cuanto más y más ingiere, una persona con TCA siente más y más placer cuanto más y más expulsa de su cuerpo. Porque mientras esa primera persona busca satisfacer su hambre, la segunda busca satisfacer su ansiedad, y ésta se ve rápida y eficazmente disminuida cuando se libera de lo que la está causando: la comida. Se siente como si le estuvieras gritando con todo tu alma a aquello que tanto te hiere. Duele, sí, y a veces mucho, hasta sangrar. Duele el estómago, el esófago, la boca, los dientes, la mandíbula, las manos, las piernas y hasta la cabeza por el esfuerzo que haces para voltearte; no estamos hechos para vomitar naturalmente, después de todo. Pero es un precio que estás dispuesta a pagar porque después de ese malestar “momentáneo” y nada comparable con las horribles náuseas, viene la tranquilidad. Es como la tormenta que es sucedida por un arcoíris. Vomitar te nubla, te dopa, te calma; terminas en blanco, literalmente. Vacía, sin emociones. Lista para seguir con tu vida como si nada, o para volver a empezar con el ciclo, en algunos casos. En el mío, luego de vomitar terminaba exhausta así que sólo atinaba a tirarme a descansar. Temiendo la próxima vez que comería, porque sabía que tendría que volver a pasar por esa sensación tan retribuyente pero a la vez tan exigente.  

Evidentemente, el momento de volver a enfrentarte con la comida llega, porque a diferencia de la adicción al alcohol o las drogas, que son sustancias que no necesitamos para subsistir, nosotros los humanos tenemos que comer sí o sí. Y entonces, tu cuerpo nublado vuelve a sentir una campanita en el fondo de la cabeza que resuena al hambre, pero que es más una desesperación, porque recuerda que prácticamente no ha llegado comida apropiadamente a tus intestinos en semanas o meses, y tu cuerpo no olvida el hambre. Tus células no han recibido alimento en Dios sabe cuánto tiempo, así que mandan señales de alerta de que necesitas energía, y tu estómago aún está hipersensible a lo que sea que caiga en él, ya sea por el vacío de la restricción o por la irritación del vómito; y en esas condiciones, tienes que volver a tomar la decisión: ¿Comes o no comes?

Cuando tienes TCA, ambas opciones son malas, ¿sabías? Porque si comes, te arrepentirás, porque te arriesgas a que suceda lo que "no debe" suceder: nutrirte, tener energía, eventualmente subir de peso, que no es algo que tiene que pasar siempre que comes pero que en ese momento ves como una consecuencia inmediata, como si fueras un saco de papas que se va deformando con cada una que ingresa. Y si no comes, te la pasarás pensando en comida todos y cada uno de los segundos que le siguen a este momento, porque déjame decirte que cuando uno tiene hambre, sólo piensa en lo que se puede meter a la boca. 

Imagínate que llega el momento de almorzar después de un largo día. Imagínate ese momento previo a decidir qué vas a comer: ¿Un pollito a la brasa? ¿Tal vez un chifita? ¡Qué va, la pasta es lo mejor del mundo! Y de postre, una torta. ¡No, mejor un chocolate, o un helado! Uuuf, qué rico sería comer algo de eso, ¿no?... Ah, pero hay un detalle: "Espera, espera, tú no mereces nada de eso, (insertar aquí cualquier insulto), tú no puedes comer nada, (otro insulto), porque eres una (insulto) y encima todo eso engorda. No, debe ser algo que puedas tolerar, para no sufrir tanto. No pienses en cosas ricas, sólo en cosas permitidas, que no engorden, que no tengas que vomitar, que sean fáciles de quemar o expulsar. Un caramelo, un plato pequeño de lechuga, un café. Eso no es peligroso. Te satisfacerá y no volverás a pensar en comida hasta dentro de un buen rato".

Sí, Juan, como si fuera posible no pensar en comida cuando tienes hambre todo el tiempo.

Y así se te pasa la vida, evitando pensar en comida, pensando en comida, comiendo, sintiéndote culpable, autoflagelándote y volviendo a empezar ad infinitum.

Así, todos tus minutos de existencia giran en torno a lo que puedas comer. A las infinitas posibilidades maravillosas que podrías ingerir si tus circunstancias fueran diferentes, y también a todas las estrategias que usarás para evitar caer en la tentación y engañar a la gente. Porque tú eres más lista que el resto, tú sabes exactamente qué decir, cuánto demorarte en tus actividades y por dónde ir para conseguir tu fin de evitar la comida. Tu mente divagará en posibles escenarios, excusas y actividades en las que te inmiscuirás para alargar el tiempo hasta el siguiente momento en el que toque enfrentarse con aquel monstruo añorado, tan temido pero a la vez en el que no puedes dejar de pensar. Porque tienes hambre, mucha hambre. Es tanta el hambre que te sobrepasa y la dejas de registrar en el cerebro. Y en vez de ella, sientes las consecuencias de lo que la comida te provoca: ansiedad antes de comer porque sabes lo que significa, seguridad y fortaleza al optar por lo conocido, y culpa al salirte de la línea siquiera un milímetro. Cualquier error, por mínimo que sea, debe ser severamente castigado. 

Y entonces, a veces sucede que pierdes peso. A veces tu cuerpo no obedece a tu mente y no pierdes tanto como quisieras, y créanme que para alguien con principalmente anorexia es INMENSAMENTE frustrante. Pero otras veces encuentras la fórmula perfecta, o tu metabolismo es rápido o se te pasa la mano y sin que te des cuenta tus pantalones te bailan y tienes que usar correas y leggins porque nada te queda bien. Empiezas a dar pena, y sientes mucha vergüenza cada vez que sales a la calle siquiera a pasear a tu perro. Claro que igual sentías vergüenza antes, cuando no habías perdido peso, pero justamente por lo contrario, porque te sentías gorda y fea y no querías que nadie te viera. Pero de alguna forma, esa sensación es un poquito más tolerable que la vergüenza de verte descubierta, desnuda, evidentemente en falta ante los ojos de los demás. Orgullosa y confiada, y hasta empoderada, no lo negaré. La sensación de control y omnipotencia es increíble. Pero en el fondo, muy en el fondo, sabes que estás mal, no sólo equivocada, sino enferma, y esa culpa y vergüenza de saber que estás haciendo algo que está mal sólo se retroalimentan entre sí porque, cuando te das cuenta, estás demasiado metida en el laberinto y no eres capaz de parar. Por eso te convences de que eres un caso aparte, que no te puedes recuperar, que no puedes ser normal y que nunca más lo serás. Pierdes la esperanza en encontrar la salida, y te refugias más y más en la oscuridad, en tu círculo vicioso. Tu TCA se convierte en parte de tu identidad, y es por eso que es tan difícil dejarlo. ¿Quién o qué eres, si no eres esa persona delgada/desordenada/que vive por comer?

Por eso es tan importante la ayuda externa, porque usualmente, cuando estás tan entrampada, todo esto que estoy contando se convierte en lo normal, y considerar siquiera en cambiar eso es impensable. No se puede. Se necesita inamovilidad para mantener estas conductas, y el miedo al cambio es un factor crucial en la gesta de estos problemas. ¿Y es que cómo dejas de hacer aquello que se ha convertido en tu principal fuente de seguridad en esta vida, tan impredecible, en la que probablemente has fallado muchas veces, y en la que, finalmente, encuentras algo en lo que eres relativamente buena?

Cabe destacar que es muy común que los TCA estén acompañados de depresión: imagínate, pues, no sólo verte habituada a hacer algo, sino ser incapaz de ver otras opciones porque tu mente, enferma, no puede. La depresión nubla el espectro de visión, y para ponerle la cereza al pastel, la falta de alimento y sueño impiden pensar claramente. ¿Cómo tomas decisiones acertadas para tu vida en estas circunstancias? 

Es por esta razón que físicamente estás más propensa a no tener energía y fallar en lo que te propones, por más esfuerzo que pongas. Es por eso que no tomas decisiones debidamente sopesadas, te dejas llevar por tus impulsos, y fallas; Y los errores se van sumando y te van convenciendo cada día más de que, quizás, no es el mundo, sino tú, la que está mal; que quizás tú eres un problema, y si dejaras de existir dejarías de crear problemas a tu alrededor. Y se convierte en un círculo vicioso del que es inmensamente difícil salir.

Es por esta razón que los problemas de salud mental afectan en absolutamente todos los aspectos de tu vida: imagina que tu día gira en torno a lo que comes o dejas de comer y cómo logras evitar esa actividad vital, que además, es un rito social que une a la gente: te aíslas. Tus relaciones se ven mermadas. Tu eficacia en el trabajo o estudios disminuye inexorablemente, estás de mal humor, y no eres capaz de ver una solución. Y lo más contradictorio e irónico del caso: tampoco quieres. Porque estás fuertemente convencida de que las cosas no van a cambiar, de que tú no puedes cambiar, de que nada va a estar bien. De que sólo te queda continuar con lo que estás haciendo hasta que te mueras, o alguien venga a rescatarte.

En el fondo, muy en el fondo, estás gritando por ayuda. Estás demostrando físicamente lo que emocional y verbalmente no eres capaz de expresar. Y posiblemente no seas capaz de aceptarlo, pero anhelas con toda tu alma que alguien se acerque, te tienda la mano, y vea a esa niña asustada y herida que ha tomado las riendas de tu vida y que ha hecho lo mejor que ha podido para lidiar con la situación, pero que ha fallado, porque no se daba cuenta de que debía crecer y hacer las cosas desde el amor y no desde el miedo o el rencor. Por eso, aquella persona que es capaz de llegar al centro de una persona con algún problema de salud mental va a quedar para la posteridad como el segundo padre o madre que le devuelve la vida a aquella persona si logra guiarla de regreso. 

Explicar cómo me siento cuando tengo activos mis trastornos me demandaría un libro. Podría escribir capítulos larguísimos tratando de explicar la línea de mi pensamiento cuando estoy en esos parajes, pero creo que ya me he extendido bastante y podría resultar hasta repetitivo. Te diría que tienes que vivirlo para entenderlo, pero no se lo deseo a nadie, y creo que leer e informarse es la mejor manera de acercarse al tema si es que te interesa. Pero no sólo leer artículos científicos o tratados psicológicos, sino experiencias. Porque son las experiencias las que ayudan a ponerse en el lugar y crear empatía, y, con suerte, ayudar a comprender para ayudar a solucionar. O a evitar.

Si escribo estas cosas es porque creo que es importante hablar para ayudar a otras personas que puedan estar pasando por lo mismo: para comprenderlos en vez de juzgarlos, para mirarlos con amor en vez de pena, y para orientarlos y apoyarlos en vez de culparlos y revictimizarlos. No es fácil vivir sufriendo, y estas enfermedades, muchas veces invisibles, afectan de maneras impensadas en cada resquicio de tu humanidad, te hacen dudar y te quiebran.

Pero que no quepa duda de que, cuando emerges de tus cenizas, lo haces más fuerte que nunca.

(Y para los que piden pruebas: Hay suficiente dolor en internet. Aquí no van a encontrar morbo, sino información).

lunes, 23 de noviembre de 2020

23 de noviembre

 

Hoy puede ser un buen día.

No porque yo lo estoy decretando, no estoy segura de que siempre funcione así. A veces me levanto con una sonrisa imposible en el alma, pero me caen baldazos de agua congelada y no puedo evitar entristecerme.

No, no decreto que será un buen día. Pero quiero pensar que es un día oportuno para empezar, oficialmente, con este pequeño proyecto.

Es un blog, o una catarsis, o simplemente un registro de que pasé por aquí, que viví, que sentí y que experimenté mil cosas que todos pasamos, vivimos y sentimos, porque todos somos humanos. Y todos tenemos épocas buenas y otras, no tanto.

Me encantaría ahondar en mis diagnósticos y mi historia, pero no quiero que me definan por mi historia. Me encantaría contar mis asuntos del corazón, pero no quiero quemar gente. Me encantaría desahogarme del día a día, pero no quiero hablar mal de gente que tiene razones personales para comportarse como lo hace -humanamente, nada más. Así que a veces me siento corta de escribir. Porque, si no es desde mi perspectiva, ¿entonces desde dónde escribo?

Todo lo que pongo aquí viene de mi corazón. Eso que escondo tras capas de personajes que me han ayudado a mantenerlo latiendo. Soy muy racional, pero es porque soy más emocional aún, y pensar ha sido mi escudo para no mostrarme vulnerable como soy en un mundo donde todos están a la defensiva.

Porque todos, todos, tenemos miedo de ser lastimados.

Y yo también, me muero de miedo.

Pero quiero creer que lo que escribo llegará a quien realmente necesite llegar. Eso sí lo quiero decretar.

Así que hoy, 23 de noviembre, día de mi primer internamiento en una clínica psiquiátrica, día en el que empecé mi primer viaje interior (ahorita estoy en el enésimo. Ilusa yo, que creí que me internaba un par de meses y listo, puf, salía curada); hoy, 11 años después de iniciado ese viaje, lo comparto con quien quiera recibirlo.

Si no quieres hacerlo, está bien. No te juzgo, no es para ti.

Si te interesa, te agradezco. No hay nada que me haga sentir mejor que ser escuchada, validada. Querida.

Después de todo, siempre he querido ser aceptada por todos, y en parte por eso me enfermé (tengo mil razones más pero ese es otro tema). Pero hoy me conformo y acepto ser leída por quien tenga tiempo y ganas de atravesar la aventura de un viaje sin destino, un viaje en el que se aprende de cada tormenta a ser mejor marinero, para simplemente disfrutar de la travesía hasta que ésta se acabe.

 

16 de junio, día de mi llegada al mundo. 23 de noviembre, día del inicio de mi segunda oportunidad. Y hoy, 23 de noviembre otra vez, es un buen día para ser mi tercer nacimiento, así tal cual soy, transparente, sin más tabúes. Porque callar enferma, y yo no quiero enfermar más. Me toca vivir.

 

Si lees esto, ¡por favor, hazme preguntas porque a veces no sé de qué escribir!

sábado, 21 de noviembre de 2020

Mi barco se hunde

Hay días en los que siento que todo es posible. No son la mayoría, pero los disfruto muchísimo porque se siente bien estar bien. Se siente como una brisa en el alma, un sol en el corazón, un par de ganchos en las comisuras de los labios que los jalan para arriba.

Pero hay otros días, cómo estos, en los que cualquier cosa te tira para abajo. En los que, para lo poco que soy de llorar, pasa volando un ave que me recuerda que ella no tiene la misma capacidad de raciocinio y análisis que yo para ver sus problemas, y me pongo a llorar como magdalena porque caray, me siento mal.

Me siento impotente, estoy asustada.

Tengo un proyecto que amo con todo mi corazón y con el que creo que puedo hacer grandes cosas, pero tengo una socia que sólo se queja y propone hacer cosas que finalmente me deja a mí el realizarlas. “hay que, deberíamos, mira cómo hace fulana, debimos hacer esto antes”, es lo que me dice. ¿Y cómo realizas tus sueños sin dinero, sin apoyo, sin contactos? ¿Cómo hacer bien las cosas si no tienes las ganas de invertir y piensas más en guardar dinero para luego nadar en él como Rico McPato en vez de usarlo y hacerlo crecer? Y para colmo de males, ¿cómo consigues materiales si es peligroso ir a mercados y demás lugares concurridos con la pandemia encima? Cosa que, por cierto, tendría que hacer yo, porque mi socia no sabe manejarse sola.

Me siento frustrada. No quiero cerrar mi negocio, no quiero dejar de trabajar con ella, quiero que cambie, que madure, que vea sus errores y trabaje por el bien común. Pero tengo miedo de que es hacia esto a lo que se está dirigiendo el barco. Yo no tengo fuerza para capitanearlo sola, no tengo la estabilidad emocional para enfrentar crisis como ésta a pesar de que tengo todas las ganas de hacerlo crecer. Soy frágil, y me duele la traición y la falta de compromiso.

A veces me pregunto si no soy yo la que está equivocada. Quizás no es coincidencia de que a mi familia nos pasen cosas difíciles, que los socios nos den la espalda, que el dinero escasee, que tengamos problemas para manejar situaciones emocionales de manera eficiente. Quizás l mundo está en lo correcto y yo debería cambiar y hacer lo que otros dicen, en vez de guiarme por mi instinto y criterio. Quizás debería rendirme y sucumbir a la voluntad de otros. Alienarme en aras de un bien mayor.

Quizás debería desaparecer por un tiempo hasta que la tormenta se acabe.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Pause

 

Se supone que puedo ser sincera aquí. No escribí en semanas porque lo fui postergando, pero hay cosas que me gustaría compartir pero que a la vez me asusta mencionar porque tengo miedo de la reacción de quienes me rodean. Desde que aprendí que las cosas que siento tienen consecuencias visibles directas en mi entorno tengo mucho cuidado con lo que digo, para no alarmar, pero tampoco quiero dejar pasar las cosas que pasan, quiero darles sentido, y para eso, las tengo que compartir. Encontrar un equilibrio entre comunicar sin quemarme yo misma puede ser un poco complicado, pero vamos ver si puedo.

La mayoría de días me siento bien. Me siento animada, positiva, a pesar de que ando muy ajustada de ingresos y algo aburrida de la rutina. Obviamente hay cosas que me gustaría hacer pero no se puede por todo lo que está pasando (escribir es una buena forma de no volverme loca), pero dentro de todo no la estoy pasando tan mal anímicamente hablando.

Sin embargo, en los últimos meses me han entrado como arranques de irascibilidad. Puedo estar super tranquila y de pronto alguien me dice algo y pum, me pongo a regañar. Me altero fácilmente con cosas que suceden y me pongo a regañar como nunca lo he hecho por nimiedades. Yo creo que tiene que ver con las hormonas que estoy tomando y que el aislamiento definitivamente me afecta de alguna forma, porque las cosas que hace la gente me altera desproporcionadamente.

El otro día tuve un altercado con mi mamá por algo que me afectó porque sentí intensamente que iba en contra de mis intereses y que pasaba por encima de mis límites. Trate de decirle que no, pero ya saben cómo son las cosas con las mamás: si les dices que no, luego te sientes culpable, sobre todo porque te mira con ojitos brillantes y puchero por no ayudarle, y aunque no es de esas personas rencorosas que te sacan en cara las cosas, sí las va acumulando y en algún momento las suelta. Entonces, muy a mi pesar porque incluso me perjudicaba en cierta medida pues tenía que dejar de hacer cosas para que ella pudiera hacer lo suyo, la ayudé. Pero hacerlo me puso terriblemente molesta, al punto de llorar y querer pegarle a algo. Jamás he sido violenta así que no sé de dónde me salió el querer pegarle un puñete a la mesa, pero así me pasó. Y no sólo me puse de mal humor con mi mamá sin con mi hermana también.

Los circuitos cerebrales son muy misteriosos e interesantes de observar. Como dije, me he estado sintiendo bien y pensando positivamente sobre mí, pero en ese momento se activaron pensamientos del tipo “soy una pésima persona por tratar mal a mi familia ‘gratis’, y porque nunca quiero ayudar ni hacer algo por otros, sólo quiero encerrarme en mi guarida. Por eso estoy sola y no tengo amigos ni pareja, y me voy a quedar sola porque nadie me va a querer. Debería desaparecer, debería hacerme daño”. Y hace tiempo no tenía esas ideas en la cabeza. O sea, lo de quedarme sola es un miedo constante, pero lo otro, lo de pensar en hacerme daño… Asusta. En ese momento lo vi como una opción muy tentadora, y si no hubiera tenido que maquillarme y recomponerme en una hora para cumplir con mis obligaciones, hubiera tomado acciones, quizás, drásticas.

Sin embargo, y aquí está la moraleja de la historia, no lo hice. Pensé que iba a explotar, que el mundo se acababa si salía de mi cuarto, que no tenía sentido que haga nada de lo que tenía que hacer, y no podía dejar de llorar. No sé de dónde habré sacado la sangre fría necesaria, creo que el teatro me ha ayudado en eso, pero seguí haciendo lo que tenía que hacer, me maquillé y vestí y trabajé con niños durante horas.

Al principio, antes de empezar mis videollamadas, tenía la intención de salir de mi casa e irme a algún lugar solitario a llorar, escribir o autoflagelarme, con la idea romántica de que alguien me rescatara de mí misma; cuando terminaron mis videollamadas, si bien estaba aún molesta, la necesidad de hacerme daño o escapar y desaparecerme por un rato había bajado notoriamente y no fue necesario hacer nada de eso. Porque me había dado cuenta de que, en el ardor del momento, había deseado ya no estar más, porque quizás estaba más molesta conmigo misma que con mi familia. Molesta conmigo misma por ser como soy, por reaccionar como lo hice, y por pensar las cosas que pienso. Y encima, culpa, y vergüenza. Sintiendo cosas tan feas y tan intensamente, cualquiera querría dejarlo todo y salirse un rato del mundo. Pero me di cuenta de que, en realidad, no quería morirme. Es extraño y aún no sé bien cómo explicarlo, pero “sentía” que debía castigarme y hacerme daño de alguna forma, pero no porque quisiera morir sino porque quería desahogar esa molestia conmigo misma.

Lo siguiente fue una sucesión natural de las cosas: Si no quiero morir, no tiene sentido que arruine las cosas que tengo a mi alrededor y cancele mis videollamadas. Conociéndome, cualquier intento que haga por eliminarme no va a tener éxito más que para levantar las alarmas y generar muchísimos problemas como ya antes ha sucedido y no estamos en la posibilidad de pagar por enfermeras o monitorearme constantemente; te van a odiar menos si no les haces esto. No quieres morir, quieres castigarte, y eso puede esperar un poco a que termines de hacer tus cosas y pienses en la mejor manera de hacerlo.  

Y al día siguiente, viéndolo en retrospectiva, no pude más que sentirme contenta. No por haber pasado el episodio, nadie quiere experimentar que es un monstruo asqueroso que no merece nada de lo bueno que hay en la vida, sino porque, a pesar de que aún me siento repugnante y no me termino de perdonar, logré librarme de la nube negra y no hacer nada respecto a las emociones y pensamientos que tenía en ese momento.

¿Cuántas veces actuamos guiados por cosas que sentimos como verdaderas en un momento dado? Yo no me considero una persona impulsiva, aunque he de admitir que en los últimos meses, con todo esto de mis recaídas, sí he tendido a hacer cosas por decisiones de último momento, sobre todo relacionadas a comprar objetos y comida, y algunas veces en mis reacciones. Estos episodios pueden ser peligrosos porque son momentos de emociones sumamente intensas que se interpretan como “verdades máximas del universo” respecto a las cuáles es necesario actuar. Se siente así, se siente correcto actuar en función de ellas. Y es difícil, es muy difícil muchas veces pararse a pensar que, quizás, la intensidad de esa emoción va a bajar y va a haber un momento en el que piense diferente. Me ha pasado. Incluso con emociones no tan intensas sino con ideas que pensaba inamovibles, me ha pasado que ha pasado un año y he dicho “miércoles, realmente se puede cambiar de perspectiva”.

Por lo tanto, si todo puede cambiar, quiere decir que lo que sientes y piensas también, y que, quizás, desaparecer de plano no soluciona nada. Métele todo el floro filosófico de tu preferencia respecto a la muerte y el más allá, pero en esta vida, se crean más problemas de los que se solucionan. Por no hablar del trauma que dejas en la gente que te rodea: así no creas que alguien te quiere, saber que alguien de tu entorno muere es un golpe del que muchos no se recuperan. Así creas que esa persona no te quiere, ¿realmente quieres que se pase el resto de su vida pensando en eso?

Sí, ya sé: “no deberías hacer o dejar de hacer cosas por otros, sino por ti misma”.

Lo sé. Pero aún no aprendo a pensar primero en mí. Sí, ya sé que debería, pero no me funciona, pues. Me sirve pensar esto, y en casos de emergencia, mientras funcione, vale, creo yo.

El punto es el siguiente: cuando estés en una situación complicada en la que sientas que tienes que ser drástico, para un momento. Pon pausa y concéntrate en pequeñas acciones, rutinarias y automáticas si quieres, que te permitan distraerte para que, al rato y con la cabeza más fría, puedas realmente sopesar tu situación. No permitas que el calor de una discusión, o la intensidad de una emoción, dirijan las acciones que vas a tomar, porque es muy probable que te arrepientas luego.

Y si tu caso es el de no tener episodios como éste sino más bien tener una idea fija durante semanas o meses y aún así no ver la forma de que ésta cambie, o que tu situación mejore, entonces dale dos cosas: análisis externo y tiempo. A veces pensamos que estamos en situaciones imposibles que no tienen arreglo y que la vida en adelante va a ser miserable, y no te lo negaré, algunos días yo lo creo también. Me habré librado de las consecuencias de “querer desaparecerme” ese día, pero sigo molesta conmigo misma en cierto nivel y sigo creyendo que nunca voy a ser feliz y blah blah blah (no estoy pidiendo que me convenzan de lo contrario, estoy compartiendo). ¿Pero sabes una cosa? Distraerme, hacer cosas que me gusta hacer, dormir, y sobre todo, hacer algo por trabajar esa creencia, ayuda notablemente a cambiar la situación y finalmente encontrar medidas a tomar que me den satisfacción.

Todo cambia. Todo pasa. Por más que algo parezca que no tiene fin, como esta pandemia, el momento llega.

Ten paciencia, sé amable contigo mismo, y no tomes decisiones cuando tengas una emoción muy intensa.